This is an out of print text and making available to students of Latin American literature needing a brief introduction to Latin American theater

Williams, Raymond L. Teatro del Siglo XX. Madrid: La Muralla, 1981.

INTRODUCCIÓN:

LA SITUACIÓN DEL TEATRO HISPANOAMERICANO

AL PRINCIPIO DEL SIGLO XX

            El teatro, como todas las expresiones artísticas a fines del siglo diecinueve, encontraba sus fuentes en dos raíces: lo europeo y lo americano, lo autóctono (diap.1). Las naciones hispanoamericanas, ya desde hacía casi un siglo independientes políticamente, todavía iban en búsqueda de una identidad auténticamente suya (diap. 2). En las artes aún existía la dicotomía entre los escritores y artistas puramente «americanos» y los que bogaban por temas y formas de expresión más bien europeos. Con los movimientos de independencia durante el primer cuarto del siglo, la América Latina tendía a dar la espalda a España—política y culturalmente—, recibiendo por consiguiente bastante inspiración e influencia cultural de los otros países europeos, especialmente de Francia, al contrario de lo que había sido el caso durante los trescientos años de la Colonia. Los principales movimientos culturales del siglo diecinueve, el romanticismo, el realismo y el naturalismo, entonces, seguían ciertos patrones europeos, aunque siempre con algunos toques nativos.

            La situación del teatro al comienzo de la década manifiesta plenamente estos dos lados de los que era el hombre hispanoamericano y su cultura. Por una parte, la influencia europea en lo que se refiere al teatro es muy directa: el género chico español influye aún en las nuevas formas «americanas», como por ejemplo el sainete. Dada la lengua común que comparte España con Hispanoamérica, una porción considerable de la actividad teatral consistía en representaciones de teatro español (diap. 3) por compañías españolas. Por otro lado, es precisamente a fines del siglo diecinueve que surge por primera vez un movimiento verdaderamente nacional: se trata del auge del teatro rioplatense.

            Al mirar brevemente la situación general en esta época, se nota el predominio de lo español: se crean y se presentan obras ligeras imitando el teatro español en boga. Como ha señalado el crítico Frank Dauster en su Historia del teatro hispanoamericano(México, De Andrea, 1973), los teatros estaban dominados por una mezcla del género chico, realismo (a menudo de índole social) y un romanticismo del estilo del español José Echegaray (1832-1916), autor de obras como El libro talonario (1874), La esposa vengadora (1874), O locura o sanidad (1877), En el seno de la muerte (1879), La muerte en los labios (1880), El gran galeoto (1881), Lo sublime en lo vulgar (1890), Un crítico incipiente (1891), Malas herencias (1892) y Mariana (1892), entre otras. Las imitaciones hispanoamericanas, que representaban un romanticismo tardío y algo gastado, producían un panorama general algo triste. El repertorio de obras consistía normalmente en comedias españolas (diap. 4). La falta de vitalidad y autenticidad que tendía a caracterizar el teatro hispanoamericano se evidencia en el caso de México. El teatro en ese país dependía casi completamente de visitas de compañías extranjeras (diap. 5) y era un teatro con fines básicamente comerciales. Tal vez el mejor indicio de la falta de autenticidad americana en el teatro de esa época es el hecho de que los actores, para ser contratados, tenían que hablar con acento español, incluso con el ceceo castizo. La zarzuela, creada por mexicanos, gozaba de notable popularidad. A pesar de la forma netamente española de estas zarzuelas, versaban sobre temas mexicanos. José F. Elizondo (1880-1943), autor de numerosas obras de este tipo, creó Chin-Chun-Chan (1904), primera creación mexicana que lograba alcanzar mil representaciones. Con el pasar de los años el teatro mexicano de este tipo, del género chico, reflejaba paulatinamente más de la problemática verdaderamente mexicana. En cuanto a lo que se refiere al teatro más bien serio, el romanticismo de Echegaray y el teatro de tesis de Ibsen ejercían las influencias más poderosas. De la línea de Echegaray era el poeta y dramaturgo Manuel José Othón (1888-1906) y con obras más bien naturalistas figuraba el novelista y dramaturgo Federico Gamboa (1864-1939).

            Al echar una mirada rápida a los otros países, se nota que lo descrito en México caracteriza bastante adecuadamente la situación teatral en Cuba, Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú y Chile. A Cuba llegaban regularmente las mismas compañías españolas con sus representaciones de Echegaray (diap. 6). Se trataba de un teatro comercial. Faltaba un teatro que dramatizara a fondo y seriamente las preocupaciones e intereses realmente nacionales. Un intento en esa dirección fue la formación de la Sociedad del Teatro Cubano (1912), pero a pesar del interés que fomentó por un teatro más auténtico que el que predominaba en esa época, fracasó a causa de problemas económicos. Venezuela también se encontraba bajo la dominación del género chico y de otra forma teatral que más adelante se discutirá, el sainete criollo. El más destacable entre los creadores del sainete fue Simón Barceló (1873-1938), autor de La Cenicienta (1907). Aunque la situación es igual en Colombia, Antonio Álvarez Lleras (1892-1956) comenzó una nueva etapa con obras de contenido bastante más profundo y nacional que las del género chico. De índole didáctica y a veces moralizante, de contenido social, son sus dos obras tempranas, Víboras sociales (1911) y Como los muertos (1916). Las tendencias en Chile se semejan a las ya anotadas: romanticismo tardío, zarzuelas, comedias sentimentales, en fin un teatro comercial, poco preocupado por la problemática nacional, y a menudo bastante frívolo. A partir de aproximadamente 1910 se nota un cambio hacia algo de más significación nacional: hay un movimiento de indagación realista.

            El panorama del teatro hispanoamericano al principio del siglo, desde México hasta Chile, indica un estado del arte en realidad poco prometedor. Pero ésta es precisamente la época cuando florece simultáneamente el primer movimiento, o digamos la primera manifestación, de un teatro realmente nacional, que lograba no sólo atraer un público considerable, sino al mismo tiempo enfrentarse profunda y directamente con lo esencial de la problemática nacional (diap. 7). Este fenómeno puede considerarse como el primero de tres momentos claves en el desarrollo del teatro hispanoamericano, que son los siguientes: (1) el surgimiento del teatro rioplatense a principios del siglo; (2) la creación y el cultivo del teatro de vanguardia durante los años veinte y treinta; (3) el teatro contemporáneo, que comienza a manifestarse durante los años cincuenta. Antes de entrar en la discusión de estos tres momentos que muestran el movimiento continuo y vital del teatro hispanoamericano, el siguiente bosquejo puede servir de orientación general de las principales obras representativas del siglo, desde 1900 hasta 1970:

                1903  M’hijo el dotor, Florencio Sánchez (Uruguay).

                1904  La gringa, Florencio Sánchez.

                1905  Barranca abajo, Florencio Sánchez.

                1934  Parece mentira, Xavier Villaurrutia (México).

                          Ifigenia cruel, Alfonso Reyes (México).

                        Ser o no ser, Celestino Gorostiza (México).

                1936  Saverio el cruel, Roberto Arlt (Argentina).

                          El fabricante de fantasmas, Roberto Arlt.

                          La luna en el pantano, Luis A Baralt (Cuba).

                1937  El gesticulador, Rodolfo Usigli (México).

                          La isla desierta, Roberto Arlt.

                1940  Un guapo del 900, Samuel Eichelbaum (Argentina).

                1941  La cola de la sirena, Conrado Nalé Roxlo (Argentina).

                1943  Corona de sombra, Rodolfo Usigli.

                1945  El pacto de Cristina, Conrado Nalé Roxlo.

                1949  El puente, Carlos Gorostiza (Argentina).

                1952  El color de nuestra piel, Celestino Gorostiza (México).

                1955  El tigre, Demetrio Aguilera Malta (Ecuador).

                1956  Las manos de Dios, Carlos Solórzano (Guatemala-México).

                          Funeral Home, Walter Béneke (San Salvador).

                          Bolero y plena, Francisco Arriví (Puerto Rico).

                1957  Historias para ser contadas, Osvaldo Dragún (Argentina).

                          La muerte no entrará en palacio, René Marqués (Puerto Rico),

                          El caso se investiga, Antón Arrufat (Cuba).

                          Los huéspedes reales, Luisa Josefina Hernández (México).

                1958  Vejigantes, Francisco Arriví.

                          Los soles truncos, René Marqués.

                1960  El mayor general hablará de teogonía, José Triana (Cuba).

                1961  El cepillo de dientes, Jorge Díaz (Chile).

                          Requiem por un girasol, Jorge Díaz.

                          El robo del cochino, Abelardo Estorino (Cuba).

                1962  Los invasores, Egon Wolff (Chile).

                          Sempronio, Agustín Cuzzani (Argentina).

                          En la diestra del Dios Padre, Enrique Buenaventura (Colombia).

                1963  Y nos dijeron que éramos inmortales, Osvaldo Dragún.

                          La repetición, Antón Arrufat.

                          El lugar donde mueren los mamíferos, Jorge Díaz.

                          Carnaval adentro, carnaval afuera, René Marqués.

                          El día que se soltaron los leones, Emilio Carballido (México).

                          Las paredes, Griselda Gámbaro (Argentina).

                1964  El apartamento, René Marqués (Puerto Rico).

                          La noche de los asesinos, José Triana (Cuba).

                1965  Topografía de un desnudo, Jorge Díaz.

                          Los siameses, Griselda Gámbaro.

                          Te juro Juana, que tengo ganas, Emilio Carballido.

                1966  Yo también hablo de la rosa, Emilio Carballido.

                          El delantal blanco, Sergio Vodanovic (Chile).

                1967  El campo, Griselda Gámbaro.

                1968  Dos viejos pánicos, Virgilio Piñera (Cuba).

                          Pueblo rechazado, Vicente Leñero (México).

                1969  Los albañiles, Vicente Leñero.

                          El convertible rojo, Enrique Buenaventura.

                1970  Flores de papel, Egón Wolff.

                          Esta noche juntos, amándonos tanto, Maruxa Vilalta (México).

 

I.       EL SURGIMIENTO DEL TEATRO RIOPLATENSE

 

            La gran excepción a las expresiones teatrales, bastante mediocres, de fines del siglo diecinueve era Buenos Aires. Allí comenzaba el primer movimiento teatral verdaderamente auténtico y enérgico, que reflejaba la inmensa vitalidad de la sociedad argentina de la época. El progreso económico y social que experimentó la región rioplatense y la europeización rápida de Buenos Aires la convirtieron de una aldea en un centro cosmopolita comparable con cualquiera del hemisferio (diap. 8). Junto con tal crecimiento y el surgimiento de una clase media, se sufrían todos los problemas tradicionalmente aliados con la modernización: el desequilibrio social entre clases en conflicto, la corrupción económica y política y la alienación de las clases marginadas. Pero además de estos problemas que la mayor parte de las ciudades occidentales de la época sufrían, Buenos Aires se enfrentaba a otros más: las tensiones y dificultades causadas por la desproporcionada ola de inmigrantes europeos, principalmente italianos. A fines del siglo diecinueve una tercera parte de la población de Buenos Aires era italiana. Todos estos factores, y destacamos la presencia de una clase media—imprescindible para el florecimiento del teatro tradicional—, contribuyeron al proceso del teatro rioplatense. La nueva burguesía podía apreciar lo mejor del teatro argentino en el Teatro La Comedia (diap. 9), construido en 1891.

            Los antecedentes directos que preceden al siglo veinte, pero que son sin embargo absolutamente imprescindibles para entender los acontecimientos del actual siglo en Buenos Aires, nos llevan al año 1884, la fecha de la creación de una novela de tema gauchesco, Juan Moreira, de Eduardo Gutiérrez. El gaucho ya formaba parte de la tradición literaria en Argentina con la publicación anterior de epopeyas gauchescas, Martín Fierro (1872), de José Hernández, y Fausto (1866), de Estanislao del Campo. En el año 1884 un circo de Buenos Aires se interesó en la versión de la historia gauchesca de Gutiérrez y le pidió que convirtiera su novela en una pantomima musical—con canciones y danzas—(diap. 10). El autor cedió y el resultado tuvo tanto éxito que dos años después, en 1886, se la convirtió en una obra teatral con diálogo. José Podestá, un actor conocido de la época, elaboró esta primera obra tan importante en la historia del teatro argentino. Juan Moreira, un drama en dos actos, es bastante sencillo en su contenido. El protagonista, Moreira, presta unos diez mil pesos a un amigo, quien se niega a reembolsarle el dinero. Para complicar la situación, Moreira tiene un hijo que sufrirá las consecuencias de las acciones del padre. En el primer acto Moreira mata no sólo al endeudado, sino también a otros, por haber tenido pretensiones amorosas con la mujer del protagonista. Al final de la obra, Moreira muere a manos de la policía, pero hay una gran exaltación del gaucho, así que el final no es del todo pesimista. Además de la presencia del gaucho mismo (elemento nacional por excelencia), cabe mencionar el empleo del verdadero lenguaje del gaucho, bien diferenciado de las imitaciones cuasicastizas en otros centros teatrales de la época. A pesar de la relativa sencillez de Juan Moreira, es una obra de suma importancia por tres razones. Primero, señaló el comienzo en el Río de la Plata del drama gauchesco, es decir, de un teatro verdaderamente nacional y autóctono. Segundo, representa lo que pudiéramos identificar como un movimiento teatral concreto: de aquí en adelante se cuenta con un escenario, actores, un público y hasta críticos de teatro. Y tercero, a partir del éxito de Juan Moreira, Buenos Aires se convierte en un activo centro cultural; desde entonces vienen compañías extranjeras con representaciones de lo mejor del repertorio internacional.

            Poco después aparecen otras obras de esta línea gauchesca, con el mismo fondo del campo abierto y la misma violencia notada en Juan Moreira. Con este teatro gauchesco en pleno apogeo, Martín Leguizamón (1858-1955) estrenó en 1896 una obra titulada Calandria. Leguizamón presenta al gaucho más bien como un elemento positivo de la sociedad argentina, en vez del crudo asesino rural. El mensaje social y el tono moralizante es más evidente en esta obra que en el caso de Juan Moreira. Jesús Coronado (1850-1919) elaboró una serie de obras socialistas: Culpas ajenas (1903), Sebastián (1908), La charca de don Lorenzo (1918) y El sargento Palma (1905). Antes se había establecido en los círculos teatrales bonaerenses con La piedra del escándalo, una mezcla del romanticismo y el melodrama que todavía caracterizaban una parte considerable del teatro de la época.

            Como lo muestra la presencia de un dramaturgo como Martín Coronado, no todo lo que se producía giraba alrededor del gaucho. También se estrenaban comedias, principalmente para el entretenimiento más que para el tratamiento profundo de la realidad nacional. A pesar de lo ligero del contenido, no se trata de algo como el género chico: son obras extensas de dos o tres actos. Gregorio de la Laferrere (1867-1913), autor de Las del Barranco (1908), entre otras obras, es representativo de este tipo de teatro que versa sobre asuntos urbanos. Su obra total caracteriza toda una gama de personajes típicos de la burguesía.

            El sainete también gozaba de una popularidad notable durante la época que aquí tratamos. El sainete es otra creación artística que muestra la síntesis de lo puramente autóctono y lo hispano, lo cual produce una nueva forma nacional y auténtica: surge de la confluencia del teatro rural y el género chico español. Son obras sencillas, de un solo acto, que pueden constar de uno o dos cuadros. En vez de desarrollar un conflicto central a lo largo de la obra, como en el teatro tradicional, se emplean una serie de encuentros o choques. El lenguaje es coloquial e idiomático, lo que se llama la jerga porteña. En cuanto a los personajes, al contrario de la profundización sicológica que busca el teatro realista-naturalista, los del sainete tienden a representar tipos. Los máximos exponentes de esta otra línea que muestra la vitalidad del teatro rioplatense de la época son Nemesio Trejo (diap. 11) (1802-1916), a quien se suele considerar el padre del sainete criollo, Alberto Vacarezza (1896-1959), autor de más de doscientos de ellos.

            El gran dramaturgo no sólo del surgimiento del teatro rioplatense, sino que también es figura mayor en lo que va del siglo veinte en toda Hispanoamérica, fue el uruguayo Florencio Sánchez (diap. 12) (1875-1910). Hasta su vida ha llamado la atención a los interesados en el teatro, con los vaivenes de un hombre con fama de bohemio y que participaba activamente en movimientos políticos. Después de las desilusiones sufridas dentro de los límites de los partidos tradicionales, se afilió a los anarquistas. Como no tenía una fuente de sustento económico, vivía de lo que ganaba de su obra teatral y de modestos trabajos. Aunque escribió unos veinte dramas, los más importantes son M’hijo el dotor (1904), La gringa (1904) y Barranca abajo (1905).

            De estos tres, Barranca abajo es la obra maestra de Sánchez, y su universalidad, que ha resultado en su puesta en escena a lo largo del siglo, también la ha hecho ya clásica en el teatro hispanoamericano. Refleja en cierto modo problemas muy ligados a la realidad nacional de la época: parte del conflicto causado por la rápida modernización de la región rioplatense, que creaba diferencias entre los nuevos modos de vida y las costumbres arraigadas en tradición. Pero al mismo tiempo Barranca abajo comunica  a nivel universal: es una tragedia cuyo protagonista es uno de los primeros en Hispanoamérica con un carácter realmente complejo, sutil y problemático. Se emplea un escenario rural: la acción tiene lugar en una estancia y gira alrededor de los conflictos sicológicos del protagonista, el viejo paisano don Zoilo. En el primer acto don Zoilo pierde su posición privilegiada de patriarca de la familia y su poder de dos manera, una obvia y otra más sutil. La disminución más visible de su papel tradicional en la sociedad anterior es la pérdida de su estancia. A través de las maniobras de unos abogados de la ciudad, conscientes de la nueva sociedad, que ignora Zoilo, éste pierde un pleito y su tierra. Dado este cambio irreparable, el protagonista intenta restablecer su autoridad dentro de la familia: echa a sus enemigos fuera de la casa y decide llevar la familia a un rancho más en el interior del país. La pregunta central que se hace el espectador cuando cae el telón al final del primer acto es la siguiente: ¿Qué hará Zoilo para afirmar de nuevo su posición tradicional en la familia? Al mismo tiempo que atestiguamos la caída del protagonista, vemos el decaimiento de toda una familia. En el segundo acto (diap. 13) la situación familiar y el estado anímico de Zoilo se empeoran. El enemigo ya está dentro de la familia, aliándose con los otros miembros de ella. El punto clave en el segundo acto es la decisión por parte de ellos de mudarse de nuevo a la vieja estancia, contra los deseos—y aún más importante, contra las órdenes—del padre. Cuando en el tercer acto ellos parten, don Zoilo ya no es capaz de imponer su opinión al respecto. Su único modo de auto-afirmación es el suicidio, que prepara en la última escena, la más dramática de la obra. Como lo ha mostrado el crítico René de Costa, este drama señaló un rompimiento con el estilo altamente retórico de la declamatoria empleada en España y cultivada por las compañías que hacían giras por Hispanoamérica durante la época. La innovación se dio no sólo en el empleo de un diálogo que realmente imitaba el lenguaje argentino, sino también con todo un concepto nuevo de la acción dramática. Con lo aprendido de Juan Moreira, una obra teatral ya no era solamente diálogo con acción paralela, sino toda una representación física. De hecho, uno de los logros principales de Barranca abajo es la comunicación de ideas y sensaciones por medio del ambiente y el movimiento de los personajes, en vez del diálogo directo. Se aprecia la complejidad de Zoilo de varios modos. En el primer acto se nota la manera diferente en que las mujeres se comportan en su presencia: es evidente el respeto que le han mostrado a lo largo de sus vidas. Las acciones pasivas y melancólicas de Zoilo—aunque significativas—parecen sugerir la crisis sicológica que sufre. Al entrar a la escena en el primer acto, por ejemplo, las acotaciones dicen lo siguiente:

Don Zoilo aparece por la puerta del foro. Se levanta de la siesta. Avanza lentamente y se sienta en un banquito. Pasado un momento, saca el cuchillo de la cintura y se pone a dibujar en el suelo. (I, ii, 36).

            Detalles y sugerencias como éstas apuntan hacia la muerte inevitable del protagonista desde el principio de la obra. De este modo, el desenlace final funciona en plena armonía con la estructura total.

            La gringa presenta un problema social semejante, aunque no tiene las mismas connotaciones universales. El protagonista de este drama, Cantalicio, no es un personaje tan complejo y problemático como lo fue don Zoilo. El problema que enfrenta es semejante: con los cambios sociales y el progreso económico, pierde su tierra y por consiguiente su papel tradicional en la sociedad. El conflicto entre la tradición y el progreso también tiene su expresión generacional—la nueva generación, y el hijo Próspero que pertenece a ella, se asocian con la modernidad—. El desarrollo de La gringa presenta la alienación y el decaimiento progresivos de Cantalicio porque éste se niega a aceptar cualquier acuerdo con los representantes de la moderna sociedad. La solución al problema, y la resolución dramática, se encuentran con el casamiento de su hijo Próspero (el criollo tradicional) con Victoria (la «gringa» que representa el progreso). Este desenlace fue sugerido aun en el primer acto cuando Próspero decía: «Búsquenme la última gringuita de éstas y verán qué mujer así les sale, qué compañera para todo, habituada al trabajo, hecha al rigor de la vida, capaz de cualquier sacrificio por su hombre y por sus hijos.» Al final, cuando la unión de los dos jóvenes sugiere un nuevo futuro optimista para los dos lados (y, simbólicamente, para el país), Sánchez explica su mensaje algo didácticamente cuando uno de los personajes declara al final: «¡Mire qué linda pareja!... Hija de gringos puros, hijo de criollos puros... De ahí va a salir la raza fuerte del porvenir.»

            El surgimiento del teatro rioplatense, comenzando con Juan Moreira y culminando con la obra de Florencio Sánchez, inició el nuevo siglo de un modo bastante estrepitoso. Se siguen poniendo en las tablas dramas de esta tradición rural hasta los años veinte en Buenos Aires. En los otros países, se continuaba con un nivel poco atractivo de producción teatral. El próximo paso que muestra la vitalidad del teatro hispanoamericano ocurre en los años veinte, y esta abarca más allá de los confines de Buenos Aires (diap. 14).

II LA RENOVACIÓN: TEATRO HISPANOAMERICANO DE VANGUARDIA

            La renovación del teatro y de todas las formas artísticas de Hispanoamérica durante los años veinte y treinta corresponde a los cambios bruscos y a la creación desenfrenada y libre en el mundo occidental. Es la época de los «ismos»—desde el futurismo (diap. 15) hasta el cubismo (diap. 16)—que sacudirá no sólo al dramaturgo, sino a todo artista, de las limitaciones del siglo pasado y de sus tendencias realista-naturalistas. En la ciencia y la filosofía el fin del siglo diecinueve y el principio del veinte corresponden al positivismo y una gran fe en la capacidad puramente racional del hombre. En el mundo hispánico se destacan figuras como Federico García Lorca, Pablo Neruda (diap. 17), César Vallejo (diap. 18) y Jorge Luis Borges, que participan directamente en estos movimientos. En Europa, André Bretón publica su «Manifiesto Surrealista» (1924) y todo el mundo occidental siente los impulsos creadores de Bertold Brecht y Antonin Artaud. El espíritu del período se expresa en los Estados Unidos, al mismo tiempo, con la música libre y libertadora como el jazz y con la presencia de figuras como Hemingway y F. Scott Fitzgerald. El mundo occidental experimenta la modernización rápida por medio de la nueva tecnología y a fines de la década del veinte escucha por primera vez el cine hablado.

            Como los críticos lo van descubriendo en forma cada vez más evidente, fue un período también bastante importante en Hispanoamérica. Además de las ya mencionadas figuras como Neruda, Vallejo y Borges, reconocidos por sus creaciones desde los años veinte, había bastante creación literaria de esta índole vanguardista, desafortunadamente poco conocida. Uno de los personajes que mejor encarna la época, por ejemplo, es el poeta y novelista chileno Vicente Huidobro. Al parecer, durante los años veinte y treinta había novelas que mostraban las técnicas de vanguardia—novelistas como el mexicano Jaime Torres Bodet, el peruano Martín Adán y el argentino Roberto Arlt—.

            El teatro muestra los mismos elementos de cambio, de renovación y de universalización. Fuera del mundo hispánico la obra que tal vez más influye en este proceso es Seis personajes en busca de autor (1921) del italiano Luigi Pirandello (diap. 19), un dramaturgo bien conocido en los círculos artísticos hispanoamericanos. Pirandello invierte los conceptos tradicionales del teatro realista: para él el teatro es sólo salón que contiene varias realidades. En efecto, se podría decir que el problema básico que fascinaba a todos los dramaturgos de la época, comenzando con Pirandello, giraba alrededor de la pregunta más amplia que tiene la filosofía occidental: ¿Qué es la realidad? Es decir, en vez de enfocar un problema específico de la realidad (sea la que sea—una realidad social como en Juan Moreira o una realidad sicológica, como Barranca abajo—), ponían en duda la naturaleza misma de la realidad. Partían de la suposición de que la realidad es polifacética y de que todo depende del punto de vista desde el cual se la contemple. Otra idea bastante aceptada entre los vanguardistas fue que dentro de los diferentes niveles de la realidad, la fantasía es uno de ellos, con una validez igual a la de cualquier otro nivel. Con este cambio que se efectúa en las suposiciones mismas de lo que es el teatro, hay un cambio radical en el papel del espectador. Se rompe la barrera que separaba el escenario de la platea y los espectadores participan como elemento integrante de la obra teatral. El efecto de este cambio es el de eliminar la dicotomía tradicional entre el arte y la vida. Los vanguardistas no creían que existiera tal diferencia y su obra intentaba llevar ese mensaje al público. La creación dramática es más libre en el sentido de que hay más improvisación y menos fe en lo puramente racional. Toda una nueva actitud ante la vida y ante el teatro exigía, desde luego, marcados cambios en la técnica teatral. Para expresar estas nuevas actitudes, y para comunicar lo polifacético y lo intangible de la realidad, se empleaban voces evocativas, sonidos de varias fuentes, y nuevos usos de las luces, la música y el decorado. Estos nuevos impulsos durante los años veinte y treinta se centraban alrededor de dos ciudades muy cosmopolitas: México y Buenos Aires.

            La escena teatral mexicana, hasta entonces bastante sofocante con las consabidas limitaciones neo-románticas y realistas, de índole puramente comercial, se despierta a principios de los años veinte. Los jóvenes mexicanos, atraídos por las novedades artísticas que resonaban por todas las esquinas del mundo occidental, fundaron en 1923 la Unión de Autores Dramáticos. Organizaron conferencias sobre el teatro y lecturas de obras, algunas mexicanas y otras traducidas de autores extranjeros. Se dedicaron a la divulgación de nuevos valores europeos y mexicanos. Incluso se leía una traducción de Seis personajes en busca de autor de Luigi Pirandello. Manuel Díez Barroso era bien representativo de la labor del grupo. Estrenó en 1925 una obra titulada Véncete a ti mismo que trata precisamente del problema de la realidad y el arte. Lo que leen los personajes durante la obra llega a ser cada vez más semejante a lo que es su vida «real». Hay que decir «real» entre comillas porque se borran los límites entre «lo real» y «lo inventado», dentro de una línea evidentemente pirandelliana. El trabajo de estos jóvenes teatrólogos, que después se identificaron como «El Grupo de los Siete Autores», consistía en el estreno de obras nacionales, como Véncete a ti mismo, y de obras contemporáneas de origen extranjero.

            Desde el primer impulso en México surgieron otros teatros de aún más impacto: el Teatro de Ulises, Escolares de Teatro y Teatro de Orientación. Con la formación del Teatro Ulises en 1928, florece el teatro de vanguardia en México. Su órgano es la revista Contemporáneos, una publicación que abarca todos los géneros, pero con una visión a la vez mexicana y universal. En Contemporáneos se leían traducciones de todo lo que se creaba últimamente en Europa y se publicaba lo de vanguardia en México. Las figuras sobresalientes del movimiento eran Xavier Villaurrutia y Celestino Gorostiza. Al principio se presentaban en el Teatro de Ulises traducciones de lo más atractivo del teatro contemporáneo: O’Neill, Cocteau y Dunsay, entre otros. El estreno y éxito de tales obras no fue en esa época tarea fácil. Entre los nacionalistas, que pregonaban un arte de tópicos exclusivamente locales, el teatro de los innovadores de Ulises era puro exotismo extranjero. Insistían en que los intelectuales como Villaurrutia, Gorostiza y sus compañeros de la revista Contemporáneos daban la espalda a las realidades nacionales. El arte mexicano, según estos críticos, necesariamente tenía que tratar de los problemas inmediatos que enfrentaba el país, tales como la Revolución Mexicana (diap. 20) y la situación del indio (diap. 21). Estas críticas tendían a caer en un simplismo en que se confundía el teatro con la política; al mismo tiempo que propagaban esta actitud negativa ignoraban que los problemas universales (¿qué es la realidad?) abarcaban, no excluían, México. A pesar de las defensas que fácilmente encontramos hoy en día para la gran tarea que llevaba a cabo el Teatro de Ulises, no cabe duda de que el público en general no estaba todavía suficientemente preparado, ni al día, en las corrientes más recientes para poder apreciar las sutilezas del teatro de esta índole. Por no ser capaz de atraer un público amplio, el Teatro de Ulises estaba destinado al fracaso económico. Efectivamente duró poco tiempo, pero en 1931 el grupo Escolares de Teatro, con los mismos tipos de proyectos que el Ulises, fue fundado por Julio Bracho. Uno de sus logros más significativos fue el estreno de Proteo, de Francisco Monterde, otra obra temprana de la línea experimental. El Teatro Orientación, bajo la dirección de Celestino Gorostiza, fue el próximo paso en el desarrollo del movimiento teatral de vanguardia en México, abarcando el período 1932-34 y 1938-39. Aunque su labor fue apreciada por un número algo limitado de espectadores, seguía fiel a ciertos preceptos establecidos por los de Ulises: no se contrataban las estrellas con motivos comerciales, sino que se insistía en la presentación de la obra como unidad total. De este modo se destacaba el arte, no la personalidad de un individuo.

            En Buenos Aires había al menos más tradición teatral ya establecida con todo lo cultivado a principios del siglo alrededor de una figura central, la ya comentada presencia de Florencio Sánchez. Durante la segunda década del siglo los teatros retornan a un énfasis más bien comercial. A principios de los años veinte comenzaban a llegar las primeras obras de Pirandello. Seis personajes en busca de autor fue inmediatamente una de las obras que más se discutía entre los jóvenes. Lógicamente, también experimentaban con las nuevas formas pirandellianas y planteaban los problemas amplios acerca de la naturaleza misma de la realidad. Una de las primeras obras definitivamente de esta índole fue Tu honra y la mía, estrenada por Francisco Defilippis Novoa en 1925. Además de las cuestiones acerca de la realidad, Defilippis Novoa emplea el desdoblamiento de la personalidad tan característica de las obras de este período. Luego aparecen otros dramas en que se notan técnicas vanguardistas: en 1927, Antonio Cunill Cabanellas da a luz Comedia sin título, y Vicente Martínez Cuitiño estrena El espectador o la cuarta realidad en 1928. El título mismo de Nada de Pirandello... ¡por favor!, de Enzo Alosi, revela el origen de su inspiración. Más tarde, Roberto Arlt, el exponente más importante del teatro de vanguardia en Argentina y una de las figuras más destacadas de este nuevo teatro en Hispanoamérica, estrenará El fabricante de fantasmas (1936), Saverio el cruel (1936) y La isla desierta (1937) (diap. 22).

            Tal como los dramaturgos innovadores en México trabajaban en conjunto con el Teatro de Ulises y Teatro Orientación, en Buenos Aires el teatro que desempeñaba ese papel fue el Teatro del Pueblo (1930), dirigido por Leónidas Barletta. Como en el caso del grupo de Los Siete y el Teatro de Ulises, allí se estrenaban las obras más atractivas de la escena actual entre los extranjeros y nacionales. También presentaban algunos dramas clásicos. Para el desarrollo del teatro hispanoamericano, la contribución principal del Teatro del Pueblo fue la de promover el uso de nuevas técnicas y la libertad creadora.

            Antes de considerar algunas obras específicas que surgieron en este período, cabe trazar brevemente algunos de los parámetros del teatro de vanguardia y sus raíces europeas. En vez de insistir en la «influencia» o la falta de ella (cosa siempre casi imposible de probar), es más apropiado considerar los elementos del teatro de vanguardia como parte notable del fluir o movimiento continuo del arte dramático, un movimiento en que participan tanto europeos como hispanoamericanos. Muchos críticos apuntan a Ubu Roi (1896), de Alfred Jarry, como la semilla del teatro de vanguardia. Aporta dos elementos distintos del teatro realista-naturalista: el uso del decorado y la función de los actores. En cuanto al escenario, se eliminaba el decorado objetivista. Es decir, ni siquiera se intentaba con esta obra convencer al espectador de que lo que veía era «la realidad»; no se imitaba la realidad objetiva y cotidiana. Los actores no actuaban exclusivamente como seres humanos de carne y hueso, sino que funcionaban simbólicamente en el escenario. El próximo paso en todas las artes de vanguardia fue la publicación del «Manifiesto del Futurismo» (diap. 23), por Filippe T. Marinetti. Marinetti exaltaba todo lo que se asociara con lo moderno, especialmente lo referente a la tecnología moderna. Al mismo tiempo que rechazaba todo lo tradicional en las artes, glorificaba la vitalidad de las nuevas invenciones mecánicas.

            Otras dos tendencias vanguardistas, el surrealismo y el expresionismo, tuvieron su impacto sobre el teatro mundial. El francés Guillaume Apollinaire creó lo que lleva el subtítulo de «Drama surrealista», y se título Les Mammelles de Tirésias. El surrealismo (diap. 24) representaba la búsqueda penetrante de una nueva realidad. Es una liberación de las barreras de la inteligencia consciente. André Bretón (diap. 25), el reconocido padre del surrealismo, decía lo siguiente de ello:

Surrealismo: sustantivo, masculino. Automatismo psíquico por cuyo medio se intenta expresar, verbalmente, por escrito o de cualquier otro modo, el funcionamiento real del pensamiento. Es un dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral.

            En cuanto al expresionismo, es fundamentalmente un teatro de subjetividad en contraste con la objetividad del teatro realista-naturalista. El artista expresionista se interesa por expresar los estados interiores del ser humano—puede representarse, claro, tanto en un cuadro (diap. 26) como en una obra teatral—. En términos técnicos, tal interés en los estados interiores significaba que los elementos visuales alcanzaban una marcada importancia en el teatro expresionista. De ese modo se lograba sugerir tales estados interiores. El pionero europeo de este tipo de teatro fue el alemán Herwoth Walden, que en el año 1910 fundó un teatro dedicado al drama «expresionista, en un estilo expresionista».

            El ya mencionado Pirandello, que estrenó en 1921 su obra Seis personajes en busca de autor, es el que más influencia ejercía desde Europa. En esta obra ni se intenta crear la ilusión de «realidad» como en el teatro de tradición realista-naturalista. Mientras ese teatro tradicional empleaba todo el escenario y las dotes de los actores para convencer al espectador de que veía una versión casi verídica de la «realidad», el de Pirandello partía de la suposición de que el teatro es precisamente eso, teatro, no una imitación siempre inadecuada de la realidad. Por una parte, se pierde la lógica de causa-efecto. A diferencia del concepto del universo que tenían los positivistas pocos años antes de los movimientos de vanguardia, ahora no hay tanta fe en la razón pura. Mientras en un teatro como el que producía Florencio Sánchez el espectador es testigo de una serie de eventos que se desenvuelven a través de una cadena completamente lógica, en el teatro de vanguardia se invierte a menudo la relación causa-efecto; a veces sencillamente no hay causas, sino puros efectos. En el teatro de Pirandello también evoluciona el concepto de espacio: es una mera representación teatral que puede ser multifacética, en vez de una imitación de la realidad «objetiva» o del espacio de las tres dimensiones como tradicionalmente se lo concebía.

            Cualquiera discusión del teatro del siglo veinte exige al menos la mención de dos dramaturgos más: Bertold Brecht y Antonin Artaud. Aunque su influencia sea tal vez más fuerte después de la época que aquí se describe, caben cronológicamente en esta época de arte de vanguardia en Hispanoamérica. El alemán Brecht (1898-1956) es más conocido por su «teatro épico» y el Verfremdung, lo que pudiéramos denominar como «distanciamiento» en español. Por haber vivido en Berlín durante los años veinte, pudo ver en 1924 Seis personajes en busca de autor y el teatro de vanguardia que en esa ciudad producía su mentor Erwin Piscator. Durante los años treinta reacciona en contra del régimen fascista en Alemania, sale de su patria, y crea obras teatrales didácticas con mensajes políticos. Ya en la década de los cuarenta publica la mayor parte de su teatro y trabajo teórico. El «teatro épico» de Brecht se diferencia del teatro tradicional de los siguientes modos: mientras en el teatro tradicional se exige la participación del espectador, el épico lo convierte en observador, mientras aquél lo hace sentir, éste le exige tomar decisiones; el teatro tradicional comunica experiencias y el de Brecht comunica visiones; el tradicional proyecta al espectador en un evento y el brechtiano enfrenta al espectador con un evento; el teatro anterior a Brecht emplea la sugestión mientras el suyo emplea argumentos. El teatro épico es didáctico con el fin de producir el cambio social. Suele usar otros medios de comunicación como, por ejemplo, películas y diapositivas de información estadística. El reconocido «distanciamiento» de Brecht sirve precisamente estos fines didácticos: el espectador distanciado de la acción teatral juzga con objetividad lo que pasa ante sus ojos. Tanto esta técnica brechtiana como el contenido social tienen paralelos notables en el teatro hispanoamericano a partir de la época que aquí tratamos, la de la vanguardia.

            La influencia mundial de Antonin Artaud es posterior a la de Brecht. Fue un pionero y teórico para el movimiento que llegó a identificarse como el del «teatro del absurdo» que solemos asociar con figuras como Beckett e Ionesco. También se asocia a Artaud con el teatro de la crueldad, una tendencia bastante importante en Hispanoamérica durante los años sesenta y setenta. Artaud ha sostenido que todas las arte son una expresión de la crueldad. Basándose en esta idea de la acción extrema, el dramaturgo debe, según Artaud, ir más allá de todos los límites. El espectador cree en la nueva realidad creada—soñada por el dramaturgo—, solamente reconoce el terror y la crueldad que se asocian con los sueños. De esta manera este teórico francés explica y justifica la presencia de la crueldad en su teatro. Aunque concebida durante los años treinta, es una tendencia bien marcada en el teatro hispanoamericano posterior.

            Ahora bien, volviendo a la producción teatral en Hispanoamérica que surgía concomitante con todos estos nuevos impulsos, el teatro mexicano (el Teatro de Ulises et al.), el teatro de Buenos Aires (Teatro del Pueblo) y Europa (desde Pirandello hasta Artaud), producían obras como jamás las habían visto los hispanoamericanos en sus propias tierras.

            En México los espíritus catalizadores son Celestino Gorostiza (1904-1967) y Xavier Villaurrutia (1903-1950). Gorostiza produce El nuevo paraíso (1930), La escuela del amor (1933), Ser o no ser (1934) y Escombros del sueño (1938) durante la época aquí tratada, y algunas otras obras después. Por una parte, Gorostiza muestra en estas obras algunos intereses paralelos a los de los surrealistas y Artaud; le fascinaban los procesos mentales relacionados con la conciencia, la subconciencia y los sueños. El elemento lírico surge como una creación ante la objetividad racional de sus antecesores. El conflicto a menudo no se encuentra entre fuerzas identificables en el mundo exterior o social, sino en lo muy personal de la mente del individuo. Además, le interesa a Gorostiza la relatividad del tiempo, dentro de la línea de Pirandello. La obra posterior de Gorostiza—de los años cincuenta—es un teatro más de índole social que característico del teatro de vanguardia.

            La obra teatral de Xavier Villaurrutia también enfoca la sicología y los procesos mentales del individuo. Durante los años treinta, Villaurrutia crea cinco obras que titula Autos profanos, y en ellas se ven claramente los paralelos entre los dramaturgos europeos de vanguardia y el mexicano. En vez de desarrollar la acción dramática, le interesa a Villaurrutia comunicar conceptos. Y en lugar de perfeccionar la forma tradicional (a lo Sánchez), en estas obras juega precisamente con la forma dramática. Como ha señalado acertadamente el crítico Frank Dauster, los Autos profanos son ejercicios de construcción dramática. Como buen representante de la época, lo que obsesiona a Villaurrutia no es la realidad social inmediata, sino la cuestión más amplia «¿qué es la realidad?». A fines de la década, Villaurrutia escribe Invitación a la muerte, una obra inspirada en mitos clásicos. Este drama trata de la vida de un individuo, un joven, que busca alguna manera de afirmar su existencia. Gira así alrededor de su sicología, y por consiguiente Villaurrutia alcanza una universalidad que supera los límites estrictamente nacionales: el espíritu humano que está presente en esta obra puede ser el de una persona de cualquier nacionalidad. Durante la década de los cuarenta el teatro de Villaurrutia toma una dirección más bien frívola y comercial.

            Lo que representa la figura de Florencio Sánchez para el teatro rioplatense es comparable a la presencia del gran dramaturgo Rodolfo Usigli para el teatro mexicano de vanguardia. Creador fecundo, profundo y universal, hay que considerarlo como uno de los máximos exponentes del teatro hispanoamericano del siglo veinte. Sus dos obras maestras, El gesticulador (diap. 27) (1937) y Corona de sombra (1943), verdaderas cumbres del teatro hispanoamericano, fueron precedidas por un drama que cabe más bien dentro de los parámetros de las otras tendencias de vanguardia ya discutidos, Alcestes (1936). Con esta obra temprana Usigli, como Villaurrutia, encuentra su inspiración en la literatura clásica. Pero éste tiende a dar un toque fuertemente mexicano a su temática, diferenciándose así de los compatriotas de vanguardia, Gorostiza y Villaurrutia. Además del comportamiento del ser humano en general y su sicología, le interesan las costumbres y los modos nacionales.

            El gesticulador ejemplifica estas dos facetas de la temática de Usigli. Por una parte versa sobre México: el dramaturgo critica la traición de los ideales de la Revolución Mexicana (diap. 28) por parte de sus compatriotas. A la vez es una indagación de temas más amplios, como, por ejemplo, la realidad ante la ficción. En lo que se refiere a la forma dramática, Usigli vuelve a las estructuras tradicionales, empleando tres actos y un uso bastante tradicional del desarrollo de la acción. En el primer acto se introduce al protagonista, César Rubio, padre de familia, profesor de medios modestos y es soldado de la Revolución Mexicana (1810-20). Un señor Bolton, profesor norteamericano de Historia, llega por casualidad a la casa de Rubio después de que su auto queda descompuesto en la carretera. El norteamericano se encuentra en México para llevar a cabo investigaciones sobre la Revolución Mexicana. Rubio, una persona que jamás en la vida se ha destacado, inventa una historia falsa de sus antecedentes, fingiendo ser un ex general famoso (y desaparecido) de la Revolución. Al terminar el primer acto, la pregunta central que plantea Usigli a sus espectadores es: ¿Rubio revelará la verdad acerca de sí mismo? El protagonista convierte su ficción en una realidad en el segundo acto: Rubio se aprovecha política y económicamente de su nuevo papel de héroe nacional. El punto clave del acto ocurre cuando Rubio acepta una oferta para ser candidato político: con este acto de Rubio se «queman las naves». El desenlace en el tercer acto consiste en el asesinato del protagonista por parte de sus enemigos políticos. La falsedad y el engaño han llevado a Rubio a su derrota final. Es evidente que Usigli ve la debilidad de Rubio como un problema nacional. El autor emplea a Rubio como portavoz para comunicar su mensaje directamente en el tercer acto:

Puede que no sea el gran César Rubio. Pero ¿Quién eres tú? ¿Quién es cada uno en México? Dondequiera encuentras impostores, impersonadores, simuladores; asesinos disfrazados de héroes, burgueses disfrazados de líderes; ladrones disfrazados de diputados, ministros disfrazados de sabios, caciques disfrazados de demócratas, charlatanes disfrazados de licenciados, demagogos disfrazados de hombres. ¿Quién les pide cuentas? Todos son unos gesticuladores hipócritas.

            Con Corona de sombra, Usigli penetra la realidad nacional al retornar a una época histórica clave, el siglo diecinueve del Habsburgo Fernando Maximiliano (1832-67), archiduque de Austria, y de su esposa Carlota Amalia (1840-1927) (diap. 29). Como en El gesticulador, la acción dramática se desarrolla de una manera bastante tradicional en tres actos, pero emplea dos planos temporales. El plano del «presente» es 1927, el año en que Carlota muere, y el otro es cuando la mayor parte de la acción ocurre, durante los años sesenta del siglo pasado en los cuales Maximiliano reinaba en México. El fondo histórico de este segundo plano es el siguiente (diap. 30): Benito Juárez dirigía un movimiento de reforma en México que predominaba a partir de 1855, a pesar de la oposición de la aristocracia y las fuerzas conservadoras. Cuando se impuso la reforma constitucional de 1857, separando por primera vez la Iglesia del Estado, el país estalló en guerra civil. La situación se agravó cuando Juárez promulgó las leyes de reforma (1859-61) para dar cumplimiento a los ideales del partido liberal. Con el apoyo de Francia, los conservadores trajeron tropas, y un ejército total de 25.000 soldados tomó el poder en la capital. Maximiliano aceptó el trono de México, pero bajo circunstancias algo ambiguas: pidió un plebiscito antes de aceptar el mandato, y no se enteró del hecho de que el voto en su favor había sido fraudulento. Después de tres años de conflictos continuos entre las distintas facciones políticas, Maximiliano y dos de sus generales fueron fusilados (diap. 31). México volvió a ser gobernado por mexicanos, y Benito Juárez regresó al poder.

            Corona de sombra comienza con la visita que hace un historiador mexicano, Erasmo, a Carlota en Europa en 1927. El investigador prepara un libro sobre tan importante época de la historia del país y por consiguiente pide una entrevista a Carlota. Funciona, en efecto, como catalizador de la acción dramática; una vez que plantea su primera pregunta y Carlota comienza a contestar, la escena vuelve a la época que ésta describe, el castillo de Chapultepec (diap. 32) en el año 1865. Carlota y Maximiliano acababan de llegar a México y estaban llenos de entusiasmo idealista por el nuevo país que esperaban forjar. El espectador nota, sin embargo, que su idealismo no es igual a su conocimiento de las realidades sociales y políticas de la nación. Mientras Carlota sueña con la grandeza de un imperio, Maximiliano articula ideales democráticos poco relacionados con la realidad de México. Al terminar el primer acto, la pregunta central que tiene el espectador es ¿cómo se enfrentarán ellos a la realidad? En el segundo acto la situación va empeorando para la pareja extranjera. Por una parte, Maximiliano pierde paulatinamente su poder, mostrándose incapaz de dominar las distintas fuerzas a su alrededor, y parece enajenar a todas esas fuerzas. Volviendo a la pregunta central que surgió al terminar el primer acto, notamos que el nuevo gobernador no ha sido muy hábil en su enfrentamiento con la realidad. A mediados de este segundo acto, Carlota parte para Europa en busca de apoyo militar por parte de los poderes actuales: desde Francia hasta el Papa. Lo importante no es sólo la respuesta negativa de ellos (lo cual significa el fracaso inevitable del régimen de su esposo), sino también la reacción de Carlota: actúa en forma más emocionada ante cada fracaso hasta parecer completamente desequilibrada al terminar el tercer acto. Tampoco ha sido muy capaz de enfrentarse a las realidades de su vida política y personal. Los destinos inevitables de los dos se cumplen en el tercer acto: Maximiliano muere a manos de los liberales y Carlota enloquece definitivamente. La obra termina con la presencia del catalizador original del drama total, Erasmo, con su entrevista a Carlota ya terminada. Erasmo concluye que Maximiliano jugó un papel importantísimo en la historia de México: «México consumó su independencia en 1867 gracias a él.» También mantiene que «si el Emperador no se hubiera interpuesto, Juárez habría muerto antes de tiempo, a manos de otro mexicano». Además de ofrecer la historia de México, Usigli ofrece una visión más profunda de lo que una figura como Maximiliano hubiera podido contribuir al país. La visión de la nación que ofrecía Maximiliano era la de un país más amplio, variado y heterogéneo (diap. 33) de lo que tal vez es:

Vos, Tomás, veis en mí, en mi vieja sangre europea, en mi barba rubia, en mi piel blanca, algo que queréis para México. Yo os entiendo. No queréis que el indio desaparezca, pero no queréis que sea lo único que haya en este país, por un deseo cósmico, por una ambición de que un país tan grande y tan bello como éste pueda llegar a contener un día todo lo que el mundo puede ofrecer de bueno y de variado.

            El arte muralista comparte con Usigli esta visión de un México heterogéneo (diap. 34).

            Si Usigli es el dramaturgo que surge del teatro de vanguardia para establecerse como figura eje en el movimiento mexicano, la figura paralela en Argentina es Roberto Arlt. Este escritor y dramaturgo argentino aporta una obra total—tanto novelas como teatro—que versa sobre la circunstancia del hombre moderno. Al decir «hombre moderno» nos referimos al hombre occidental, no sólo al argentino o latinoamericano. Entre los hispanoamericanos es de los primeros dramaturgos que tiene una visión de lo absurdo de la condición humana en el siglo veinte. Sus novelas El juguete rabioso (1926), Los siete locos (1929) y Los lanzallamas (1931), por ejemplo, tratan de la angustia del individuo ante las situaciones absurdas que enfrenta. En su obra teatral La isla desierta el protagonista es un empleado de una empresa grande, que lo deshumaniza. Su escape es la fantasía, pero se encuentra incapaz de encontrar medios concretos del mundo real para superar esa realidad sofocante. Aunque La isla desierta ofrece una temática bastante típica de los intereses de los dramaturgos de vanguardia en Europa, su técnica no es tan innovadora como lo es en Saverio el cruel. En ésta, Arlt crea varios niveles de realidad y el gran acierto de la obra se encuentra en el hecho de que el espectador mismo experimenta, a la par con los personajes, las mismas dudas acerca de esas realidades cambiantes. De ese modo Arlt ha logrado encarnar magistralmente otra vez esa pregunta más amplia que suelen plantear los vanguardistas: ¿Qué es la realidad? Obras como Saverio el cruel, efectivamente, modifican nuestra visión de la realidad; nos damos cuenta de que necesariamente abarca más que lo objetiva y racionalmente perceptible y explicable.

            Dos dramaturgos que pertenecen a la época que aquí tratamos—aunque no fueran tan conscientemente vanguardistas como Arlt—son Samuel Eichelbaum (1894-1967) y Conrado Nalé Roxlo (1898-1970). Eichelbaum se preocupa por el individuo como Arlt, aunque el mundo que rodea el individuo no es tan absurdo y fluctuante. Son obras de índole sicológica y los protagonistas se enfrentan a menudo con problemas morales. Sus obras tempranas son El gato y su selva (1936), Pájaro de barro (1940) y la más conocida, Un guapo del 900 (1940). Sigue escribiendo teatro durante los años cincuenta y sesenta. Nalé Roxlo está más dentro de la línea de Arlt por su interés en la fantasía y en facetas de la realidad más allá de lo visible y racionalmente explicable. Sus obras de esta época son La cola de la sirena (1941) y El pacto de Cristina (1945); siguió creando dramas durante las dos décadas posteriores.

 

III.  EL TEATRO CONTEMPORÁNEO

 

            Con la brecha ya abierta por los dramaturgos de vanguardia, y con el establecimiento de toda una tradición teatral en Hispanoamérica, el teatro hispanoamericano está en pleno apogeo a partir de los años cincuenta. Por una parte, muchas de las innovaciones del teatro de vanguardia que apreciaba sólo una minoría selecta en épocas pasadas, ahora, en el período contemporáneo, tienen un impacto más general: las «innovaciones» son lugares comunes en el teatro contemporáneo. El elemento del absurdo que surgía en la obra de dramaturgos como Arlt, ahora es bastante común. Como ha señalado el crítico George Woodyard, el teatro del absurdo, que tiene algunas de sus raíces en Ionesco y Beckett (diap. 35), es una tendencia notable en el teatro hispanoamericano contemporáneo. Por otra parte, hay nuevas tendencias, ante todo un nuevo énfasis en el contenido social; los dramaturgos ponen en tela de juicio todos los aspectos de la estructura social en que trabajan (diap. 36). El dramaturgo hispanoamericano no puede pasar por alto la pobreza (diap. 37) y las injusticias sociales que sufren sus compatriotas. Las actitudes varían desde rebeldes hasta revolucionarias. El teatro en Hispanoamérica también muestra las actitudes existencialistas que predominaban en el mundo occidental después de la II Guerra Mundial. Aparecen producciones teatrales dentro de la línea del teatro de la crueldad propuesto y difundido por Artaud.

            Mientras la primera mitad de la década fue dominada casi exclusivamente por México y  Argentina, con contadas excepciones, el florecimiento del teatro contemporáneo no se limita a estos dos países, ni mucho menos: desde Chile hasta Cuba, cada nación participa en este resurgimiento que abarca el mundo hispánico total. El teatro hispanoamericano de esta época es variado y abundante.

            El teatro chileno contemporáneo ha sido dominado por la presencia de dos nombres: Jorge Díaz (diap. 38) y Egon Wolff. La obra de Díaz suele asociarse con el teatro del absurdo. El cepillo de dientes (1961) contiene elementos del absurdo, pero como ha observado George Woodyard, lo que hacen los dos personajes principales («El» y «Ella» a secas) es en realidad un rito en el juego de la vida. El decorado muestra visualmente las diferencias entre los dos personajes: por un lado hay muebles tradicionales (de El) y por el otro cosas más modernas (de Ella). En el primer acto los dos hablan intensa y frenéticamente, pero el resultado es como si presenciáramos un par de monólogos: no hay verdadera comunicación, lo que produce efectos bastante humorísticos. El «conflicto» (un mero pretexto para el diálogo y las conversaciones absurdas) se centra en un cepillo de dientes del varón que ella ha usado para limpiar los zapatos. Al final del acto éste la mata, una acción meramente ritual, como lo ha sido todo el primer acto. El segundo acto consiste en una serie de escenas igualmente rituales como el primero, culminando esta vez en una violencia sexual, después de la cual ella lo mata. En la última escena vuelve a establecerse de nuevo la tranquilidad original: los ritos se repiten, y se repetirán.

            Además de Requiem por un girasol (1961), Díaz estrena dos años después El lugar donde mueren los mamíferos (1963). Esta trata de un instituto caritativo, el Instituto Ecuménico de Asistencia Total. Díaz pinta un instituto que existe más para promover su propia existencia que para ayudar a los pobres (diap. 39). Al contrario, una serie de acontecimientos absurdos muestran que el pobre sufre de los resultados de la supuesta «ayuda» que le otorga el Instituto. A pesar de los regalos absurdos que recibe, nunca alcanza a conseguir lo más fundamental: comida. Díaz emplea el mismo humor grotesco y experimentación lingüística que caracteriza su obra en general. Esta incluye además La víspera del degüello (1965, obra en un acto), Topografía de un desnudo (1965, una obra de bastante éxito, estrenada en La Habana en 1966), Introducción al elefante y otras zoologías (1968, de índole más social que la obra anterior), Liturgia para cornudos (1969, una vuelta a la comedia), La pancarta (1970, contenido social) y Americaliente, un montaje de bosquejos que muestran la realidad social.

            La obra de su compatriota Egon Wolff no proviene de raíces tan evidentemente absurdas. Al contrario, el drama más importante de Wolff, Los invasores (1962), es netamente social con un mensaje directo dirigido a la burguesía chilena. Wolff presagia la revolución que Chile experimentó con la victoria de la Unidad Popular y Salvador Allende en 1970. Al principio de la obra el protagonista de la alta burguesía, Meyer, parece gozar de una vida ideal dentro de un contexto burgués: buena familia, buena situación económica, buena profesión. De repente, el casi sueño que es la vida de los Meyer se torna una  pesadilla: hay una especie de invasión de la casa por parte de representantes del pueblo. Al terminar el primer cuadro del primer acto los dos invasores, Toletole y China, dominan la casa física y sicológicamente. Los burgueses parecen débiles e ineficaces ante el poder y el espíritu del pueblo. Con los acontecimientos del segundo cuadro el peligro para la familia ha alcanzado otro nivel: al matar al perro guardián, los invasores se muestran capaces de la violencia física que va paralela al ataque sicológico a que someten a los miembros de la familia. Mientras Meyer queda del todo destruido por este ataque en todos los niveles—hasta confiesa en uno de sus momentos más débiles las maniobras financieras que han contribuido a su «éxito» burgués—la situación va poniéndose más caótica. Llegado este caos a un punto culminante hay un cambio abrupto: Meyer se despierta y tanto él como quizás el espectador burgués, se alegran al darse cuenta de que todo ha sido un sueño. Pero entonces se ve la entrada de una mano por la ventana—la misma mano que catalizó toda esa pesadilla.

            Obras que preceden Los invasores, Discípulos del miedo (1957) y Niñamadre (1960), son menos universales porque tratan asuntos estrechamente ligados con Chile. Discípulos del miedo muestra algunas de las preocupaciones constantes de Wolff. Mientras Meyer ha sido capaz de maniobras que muestran poca conciencia moral, la madre protagonista de Discípulos del miedo  tampoco tiene escrúpulos morales al perseguir la entrada a la burguesía. Niñamadre versa sobre el problema femenino en la sociedad latinoamericana, pero como ha notado Margaret Sayers Peden, el caso es tan extremo que no se aplica al mundo moderno fuera del marco hispánico.

            Con posterioridad a Los invasores Wolff crea Mansión de lechuzas (1966), El signo de Caín (1969) y Flores de papel (1970). Estas dos primeras son bastante realistas y versan sobre problemas sociales de la sociedad chilena. Mansión de lechuzas describe el decaimiento de una familia anteriormente distinguida. Una madre pierde su batalla para proteger a sus hijos de los efectos de un mundo cambiante y moderno. Los problemas más amplios son la pérdida de los valores tradicionales y los conflictos generacionales. El signo de Caín presenta una serie de relaciones humanas complicadas y sutiles. El protagonista, Protus, renuncia a su posición favorecida en la alta burguesía para vivir con una mujer de clase más humilde, Charito. El conflicto central aparece con la presencia de otra pareja, Joaquín Icaza y su esposa Leonor, Joaquín insiste en librar a Protus de su situación y reinstalarlo en la burguesía. El conflicto entre los cuatro se ahonda y resulta en más revelaciones acerca de la historia personal de Protus, como, por ejemplo, sus fracasos como miembro de la burguesía. La obra no tiene un desenlace o resolución tradicionales.

            Flores de papel ofrece un nivel social de interpretación y otro nivel sicológico, tal como Los invasores. Hay dos personajes, una mujer burguesa, Eva, y un hombre, el Merluza, de clase baja. Después de haber ofrecido llevar unos sacos a su casa, el Merluza pide una taza de té en vez de aceptar el dinero que ella le ofrece. Desde ese momento el vagabundo la domina y comienza a subyugarla. Como hacían los pobres en Los invasores, éste destruye los objetos y símbolos que se relacionan con su identidad burguesa. También ataca y destruye sicológicamente a Eva. Después de eliminar el decorado burgués, lo sustituye por flores de papel. Al final de la obra se ha creado cierta armonía espiritual entre dos seres transformados a través del proceso destructivo de el Merluza. En esta obra, como en las otras, Wolff toma unas situaciones sociales (diferencia de clase) y las emplea para tratar la sicología humana de un modo muy propio. En Los invasores y Flores de papel se desnuda al hombre de los adornos (y defensas) sociales al reducirlo a través del ataque sicológico. Es un proceso cruel, que recuerda a veces las teorías de Artaud. Otros dramaturgos chilenos del panorama contemporáneo son Sergio Voldanovic y Alejandro Sieveking.

              El teatro peruano contemporáneo no cuenta con un solo dramaturgo de mayor estatura, aunque sí ofrece un panorama de algunas obras de mérito. Collacocha (1955), de Enrique Solari Swayne, es la más destacable. Enfoca un individuo, Echecopar, el protagonista que lucha heroicamente por la creación del túnel transandino. Además de la caracterización de un personaje tan logrado como Echecopar, Solari Swayne controla admirablemente la técnica teatral. Después escribió obras de menos éxito, La mazorca (1964) y Ayax Telemonio (1968).

            Los otros dos peruanos dignos de mención son Julio Ramón Ribeyro y Sebastián Salazar Bondy. Aunque más conocido en el mundo de las letras por sus excelentes novelas, Ribeyro es el autor de dos obras teatrales; Vida y pasión de Santiago el pasajero (1960), recreación de un cuento de Ricardo Palma, y una obra más bien experimental, El último cliente (1966). Autor de unas ocho obras en total, Salazar Bondy crea durante los años sesenta El fabricante de deudas (1962), La escuela de los chismes (1965), Ifigenia en el mercado (1966) y El rabdomante (1966). Se preocupa por la crítica de la sociedad, hecha con sátira e ironía.

            La actividad teatral en el Ecuador ha sido dominada por escritores mejor conocidos por su trabajo en la novela. Demetrio Aguilera Malta, el novelista más importante que tiene el país hoy en día, también ha estado en la vanguardia del teatro ecuatoriano. El tigre (1955), el más logrado de sus dramas, es breve pero cuidadosamente hecho. Es una obra expresionista en el sentido de que enfoca principalmente las emociones. La emoción predominante es el miedo que crea la presencia de un tigre en el ambiente de los personajes. La escena es una selva (diap. 40). El fracaso del protagonista es sucumbir ante ese miedo. Dientes blancos (1955) e Infierno negro ofrecen temas sociales. El otro gran novelista ecuatoriano del siglo veinte, Jorge Icaza, escribió entre 1928 y 1933 unas seis obras que, como su novela Huasipungo, atacan las estructuras sociales predominantes. Otros dramaturgos ecuatorianos activos en la época contemporánea son Pedro Jorge Vera, Francisco Tobar García y José Martínez Queirolo.

            El teatro colombiano contemporáneo ha sido bastante más activo y amplio, encabezado por Enrique Buenaventura, autor de una serie de obras a partir de los años sesenta, entre ellas su ya clásica En la diestra de Dios Padre (1962). En este drama Buenaventura se inspira en un cuento de Tomás Carrasquilla, famoso escritor costumbrista de Colombia. Tiene sus orígenes, entonces, en el folklore colombiano, como lo indica el campesino que introduce la obra al ritmo de música típicamente popular: (diap. 41).

                                    Pido permiso, señores,

                                                para aquí representar

                                                esta vieja mojiganga

                                                de gentes de mi lugar.

                                                Que prosiga la comparsa

                                                para poderles mostrar

                                                «En la diestra de Dios Padre»

                                                que es mojiganga ejemplar.

Esta «mojiganga» es una forma teatral autóctona, creada durante la época de la Colonia en Colombia. Al mismo tiempo que Buenaventura está consciente de esas raíces culturales, emplea una técnica netamente brechtiana (de Verfremdung) con personas de carne y hueso: «Yo me llamo (dice su nombre de actor) y en esta mojiganga hago el papel de Peralta.» En el «Prólogo» todos los personajes principales se presentan de este modo. Según el cuento de folklore, Peralta tiene la buena fortuna de una visita de San Pedro, quien le ofrece cinco deseos. Con las promesas que el campesino consigue del santo, dentro de poco tiempo el orden social establecido, el «status quo», es gravemente amenazado. Como aprende Peralta, tal estado de cosas no puede perdurar: los pobres serán siempre los pobres. Aunque el resultado de la obra puede interpretarse como algo pesimista, lo que ha hecho Buenaventura es un teatro didáctico y al mismo tiempo artístico, reafirmando los valores del pueblo. Son pocas las obras que en forma tan lograda sintetizan el contenido social, el arte teatral y la tradición cultural. Entre las otras obras de Buenaventura figuran La tragedia de Henri Christophe (1963), Requiem para el Padre Las Casas (1963), La trampa (1966), Los papeles de invierno (1968), El convertible rojo (1969), El menú (1970) y Seis horas en la vida de Frank Kulak (1970).

            Carlos José Reyes, Fernando González Cajiao y Fanny Buitrago también ocupan puestos dignos de mención en la escena teatral de Colombia. Soldados (1971), de Carlos José Reyes, dramatiza la masacre de los bananeros en la Costa Atlántica de Colombia (diap. 42) en 1928, la misma historia que noveló Gabriel García Márquez en su obra Cien años de soledad. Aunque no tan estéticamente logrado como En la diestra de Dios Padre, este drama muestra un sentido del lenguaje, la tradición y la historia colombianos bien admirable. La obra teatral de Reyes, que incluye también El embajador (1968), Los viejos baúles empolvados que nuestros padres nos prohibieron abrir (1968) y Orbe et urbe manifiestan un gran conocimiento de la técnica teatral, según hemos expuesto las técnicas del teatro contemporáneo. Con Huellas de un rebelde (1970), Fernando González Cajiao muestra conciencia política y conocimiento de las técnicas del teatro moderno. Fanny Buitrago, que desgraciadamente para los aficionados del teatro en Colombia se ha dedicado en los últimos años exclusivamente a la narrativa, produjo sin embargo una obra de bastante interés con El hombre de paja (1964). Esta única producción teatral de Buitrago versa sobre la época de La Violencia en Colombia (diap. 43) (una guerra civil que abarcó aproximadamente desde 1948 hasta 1958), y expresa también un plano metafórico. Frank Dauster ha sugerido que es muy posible que sea una de las mejores obras colombianas en lo que va del siglo.

            El teatro centroamericano contemporáneo gira alrededor de tres figuras principales: Carlos Solórzano (guatemalteco-mexicano), Walter Béneke (salvadoreño) y José de Jesús Martínez (panameño). Las manos de Dios (1956), la obra más importante de Solórzano, es bastante tradicional en su estructura: hay una acción desarrollada en tres actos. El énfasis repetido en el acto de escoger hace de esta obra una creación típica del existencialismo. Solórzano revela también sus preocupaciones con la realidad social latinoamericana. Este drama tiene lugar en un pueblo en el que la imagen central es una iglesia (diap. 44), como lo explica el dramaturgo en sus primeras acotaciones:

La plaza de un pueblo: a la izquierda y al fondo, una iglesia. Escalinata frente a la iglesia. En medio de las chozas que la rodean, ésta debe tener un aspecto fabuloso, como de palacio de leyenda.

La iglesia, entonces, tiene características especiales desde la primera escena, «como de palacio de leyenda». Una vez establecida esta imagen monolítica, Solórzano dedica el resto de la obra a la crítica de la iglesia como institución. El conflicto se basa en el hecho de que el hermano de Beatriz, la protagonista, ha sido encarcelado (diap. 45) injustamente. Su delito consiste en haber dicho que las tierras pertenecían a los habitantes del pueblo, no al dueño actual, el Amo. Sin poder encontrar una manera de liberar a su hermano, Beatriz recibe los consejos de un forastero que se llama «el Diablo» (diap. 46). Pero éste no es el diablo de la tradición cristiana, sino un rebelde social tal como él mismo se describe:

Yo soy un rebelde, y la rebeldía, para mí, es el mayor bien. Quise enseñar a los hombres el porqué y el para qué de todo lo que les rodea; de lo que acontece, de lo que es y no es... Debo decirte que yo prefiero otros nombres, esos que nadie me adjudica son los que realmente me pertenecen: para los griegos fue Promoteo; Galileo en el Renacimiento, aquí en tierras de América... Pero, bueno, he tenido tantos nombres más.

Este Diablo representa, por consiguiente, el espíritu de la rebeldía a través de la historia del hombre. Ha venido al pueblo para inspirar el espíritu de rebeldía y el deseo de libertad en Beatriz y sus co-habitantes. Sólo pueden verlo los que llevan la llama de la rebeldía en el corazón. El Diablo explica que las joyas de la iglesia pertenecen en verdad al pueblo (porque sus habitantes contribuían a su compra) y le propone robarlas para pagar al carcelero y así librar al hermano. Es importante notar que en el contexto de esta obra el acto de sacar las joyas no representa un robo, sino una restitución de lo que ya le pertenece al pueblo, que ha trabajado para sostener las instituciones que ahora lo explotan. Dentro de este contexto Beatriz se enfrenta a la necesidad de escoger, como dice el Diablo: «En este momento tienes que escoger entre la libertad de tu hermano y el respeto por esa imagen que ha permanecido sorda ante tus ruegos.»

            Al final del primer acto Beatriz está demasiado débil para actuar de manera liberada y políticamente consciente. En vez de llevar a cabo el acto necesario, la escena y el acto terminan con sus gritos, con los que intenta revelar la presencia del diablo a los otros habitantes del pueblo. La pregunta central que tiene el espectador al caer el telón, entonces, es ésta: ¿tendrá Beatriz la fuerza para ejecutar los actos necesarios? En el segundo acto ella busca la ayuda de los otros, pero el cura le otorga consejos paternalistas en vez del dinero necesario. Beatriz llega al momento en que se da cuenta de que ella,  sólo ella, tiene la responsabilidad para actuar: «Nadie me quiere ayudar. ¿Tendré que hacerlo entonces yo sola?» Con la ayuda del espíritu de la libertad, ese diablo moderno, ella comete el robo. Pero este acto no resuelve el problema inmediatamente: al terminar el segundo acto el carcelero le exige más dinero. En el tercer acto las autoridades eclesiásticas ya sienten el miedo causado por la amenaza al orden que ha representado el acto de Beatriz. A través de una serie de maniobras engañosas (diap. 47), estas autoridades logran amenazar suficientemente al pueblo para que reaccione en contra de Beatriz y del espíritu libertador que ella representa ahora para el pueblo total. Dado el hecho de que el pueblo ha perdido la oportunidad de liberarse, se podría sostener que Las manos de Dios es una obra pesimista. Pero la llama de la libertad no ha sido del todo perdida ni olvidada, como indican estas palabras de Beatriz al final: «Es extraño, pero no siento miedo. Algo comienza a crecer dentro de mí que me hace sentir más libre que nunca.» El diablo le dice antes de la caída del telón: «Está bien... seguiré luchando; libraré de nuevo la batalla, en otro lugar, en otro tiempo, y algún día, tú muerta y yo vivo, seremos los vencedores.» Solórzano escribió también Doña Beatriz (1952), La muerte hizo la luz (1952), El hechicero (1954), Los fantoches (1958), El crucificado (1958), El sueño del ángel (1960), El censo (1962) y Los falsos demonios (1963).

            Walter Béneke es el autor de un par de dramas, El paraíso de los imprudentes (1955) y Funeral Home (1956). Funeral Home es de más profundidad temática y la más conocida de sus obras. Dada la fecha en que se publicó, es comprensible su contenido marcadamente existencialista. El drama tiene lugar en una funeraria norteamericana en que una mujer joven, María, vela a su marido. Sus conversaciones con otros personajes que llegan y se van, revelan el encuentro consigo misma que es lo que en realidad representa esta situación para ella. El desarrollo de la obra lo desnuda progresivamente más: tiene que encontrarle sentido a su vida, cualquiera que éste sea, en la más absoluta soledad. Como en el caso de Beatriz en Las manos de Dios, María se enfrenta a sus propias decisiones para determinar la dirección de su vida. Béneke no se preocupa por las cuestiones sociales como Solórzano; le interesa más el problema del ser humano como individuo.

            El panameño José de Jesús Martínez ha sido bastante más fecundo, produciendo unas ocho obras que también versan sobre asuntos relacionados con el individuo más que sobre la problemática de las clases sociales. Su obra más conocida, Juicio final (1962), aísla al hombre en el escenario de un modo comparable a lo visto en Las manos de Dios y Funeral Home. En vez de un decorado realista hay una escena vacía y oscura. El personaje central, el «Hombre» (sin nombre) es interrogado por el juez. Poco a poco el espectador va dándose cuenta de que la interrogación es un enjuiciamiento final del Hombre: acaba de morirse. El Hombre, burgués típico, presenta una especie de «defensa» de lo que ha sido su vida (ante el Juez), pero el Juez valora como inaceptables todas su «obras»: el investigador explica repetidas veces que no es el hacer (lo que ha hecho este burgués), sino el ser (lo que ha sido de veras) lo que importa para este juicio final. Sus éxitos como hombre de acción tanto en el mundo financiero como en la sociedad y con la familia ya no tienen validez porque no revelan nada de la esencia de su ser. El Juez explica: «Hay vidas tan falsas, huecas, que no tienen a nadie adentro, o que tienen dentro una persona hueca, vacía, sin peso o consistencia.» La condena eterna de este Hombre es sellada cuando éste revela que jamás en la vida lloró, es decir, que jamás sintió nada en la vida. Otros dramaturgos centroamericanos son Andrés Morris (Honduras), Pablo Antonio Cuadra (Nicaragua), Daniel Gallegos (Costa Rica) y Leonel Méndez Dávila (Guatemala).

            El teatro mexicano contemporáneo luce numerosos dramaturgos de valor; la tradición teatral que fundaron los vanguardistas durante los años veinte y treinta ha perdurado. Los dos dramaturgos predominantes son Emilio Carballido y Luisa Josefina Hernández. La obra total de Carballido es amplia en varios sentidos: su trabajo abarca desde 1948 hasta hoy y toca temas que van desde lo netamente mexicano hasta lo más universal. La zona intermedia (1950) comparte algunas de las preocupaciones ya comentadas en el teatro centroamericano de la época. Carballido plantea el problema de cómo el individuo puede de veras ser. El dramaturgo sugiere que el hombre no es sino que continuamente llega a ser. El proceso de escoger siempre es importante, de acuerdo con la visión existencialista. El individuo que no acepta la responsabilidad para escoger lleva una existencia inhumana. A diferencia de este enfoque universal, Rosalba y los Llaveros es una sátira de ciertas costumbres mexicanas. Carballido crea una comedia de bastante humor al contrastar la vida de provincia con la de la ciudad. Más allá de las costumbres analiza los efectos sicológicos que ellas pueden producir, especialmente en la vida sexual. La danza que sueña la tortuga (1955) también satiriza la vida de provincia, pero además presenta problemas más abstractos acerca de la naturaleza de la realidad. Con Felicidad (1955) Carballido penetra las realidades de la baja burguesía en México.

            La hebra de oro (1956) es más compleja, y esa complejidad y sutileza de la realidad forma parte de la temática de ésta y obras posteriores de Carballido. La acción tiene lugar en una hacienda en México. Hace años que el dueño de la hacienda, Silvestre Sidel, ha estado ausente. Adela Sidel, la abuela paterna de éste, y su cómplice Rafael, traen a la abuela materna, Leonor Luna. La pareja piensa apoderarse de la tierra una vez que Leonor muera. A pesar de la oposición evidente entre estas fuerzas, la obra total no se desarrolla a base de conflictos. En vez de tal desarrollo tradicional se emplea un ritmo repetido de muerte y regeneración. Esta obra representa una mezcla difícil y compleja de la realidad objetiva y otra realidad a veces fantástica, a veces mágica.

            Después de El día que se soltaron los leones (1959), El relojero de Córdoba (1960), Las estatuas de marfil (1960) y Teseo (1962), Carballido estrenó una farsa de un acto, Silencio, pollos pelones, ya les van a echar su maíz. Satiriza las instituciones caritativas en México. Presenta los graves problemas sociales y los esfuerzos superficiales de ciertas instituciones para resolverlos. Los resultados son siempre ineficaces porque nadie se preocupa por las causas de la pobreza. La obra consiste en una serie de escenas rápidas que revelan numerosas condiciones y situaciones. Algunas escenas, por ejemplo, describen la situación injusta y difícil de unos braceros que van a los Estados Unidos para trabajar (diap. 48). Otras escenas tienen lugar en el Refugio Guadalupano, una misión para los pobres. La falsedad de todos los grupos predominantes—los grupos económicos, sociales y políticos—muestra muy claramente la necesidad del cambio social en México. Es un teatro didáctico que emplea algunas técnicas brechtianas de distanciamiento.

            Carballido escribe luego una comedia, Te juro, Juana, que tengo ganas (1965) y Medusa (1966) antes de producir su obra más importante, Yo también hablo de la rosa. De grandes resonancias universales, hay que considerarla uno de los dramas más logrados del teatro mexicano en lo que va del siglo. La anécdota es relativamente sencilla: dos chicos, Polo y Toña, se encuentran por casualidad con una lata de cemento. La ponen en la vía de tren precisamente cuando viene una locomotora, causando así un accidente tremendo. El acontecimiento es una noticia nacional dentro de pocas horas, digno de la primera plana de los periódicos. Pronto vienen las distintas interpretaciones que intentan explicar el comportamiento de los jóvenes. Uno de los aciertos de Carballido en esta creación es la presencia de una intermediaria, que está presente al subir el telón y aparece dos veces más y al final de la obra. Ella está fuera de la anécdota y desempeña un papel didáctico, aunque sutilmente manejado, en la construcción dramática. Su primer parlamento, con que comienza Yo también hablo de la rosa, es absolutamente clave:

Toda la tarde oí latir mi corazón. Hoy terminé temprano con mis tareas y me quedé así, quieta en mi silla, viendo horrorosamente en torno y escuchando los golpecitos discretos y continuos que me daba en el pecho, con sus nudillos, mi corazón: como el amante cauteloso al querer entrar, como el pollito que picotea las paredes del huevo, para salir a ver la luz. Me puse a imaginar mi corazón, una compleja flor marina, levemente sombría, replegado en su cueva, muy capaz, muy metódico, entregado al trabajo de regular extensiones inmensas de canales crepusculares, anchos como ruta para góndolas reales, angostos como vía para llevar verduras y mercancías a lentos golpes de remo; todos pulsando disciplinados, las compuertas alertas para seguir el ritmo que le marca la enmarañada de la potente flor central.

 

Con estas palabras a primera vista algo abstractas y vagas Carballido plantea las ideas centrales de esta obra. La intermediaria sugiere la importancia de la complejidad al describir el corazón y la flor y es esta visión compleja de la realidad la que Carballido recalca en el desarrollo de la anécdota. Más tarde ella describe todo un bestiario, lo cual también comunica una visión de lo complejo de la realidad.

            Los personajes dentro de la obra carecen de actitudes tan abiertas como la intermediaria. Tienden a reducir los elementos de la realidad que los rodea, en vez de apreciar las ricas y variadas posibilidades que podrían percibir con una actitud más abierta. Cuando se enteran del acto de los dos niños, inmediatamente lo explican al reducirlo a esquemas prefijados. Un profesor, por ejemplo, insiste en analizar lo que ha hecho la pareja dentro de términos freudianos: se trata de una libido reprimida. El segundo profesor explica el acontecimiento según teorías marxistas. La racionalidad exagerada de estas dos interpretaciones dentro del contexto de la obra, las hace absurdamente  humorísticas. Al final, tanto los niños como la intermediaria afirman la importancia de aceptar lo complejo y lo misterioso que pueden ser algunos aspectos de la realidad, volviendo a la imagen del corazón: «Y ahora todos en las manos de todos vamos a oír latir largamente el misterio de nuestros propios corazones.»

            La carrera teatral de Luisa Josefina Hernández es comparable a la de Carballido en varios sentidos: junto con Carballido, es una dramaturga de primera línea en México; como él comienza su carrera después de la Segunda Guerra Mundial y continúa su labor de su modo regular a través de los años, escribiendo una serie de obras durante los años cincuenta y sesenta.           

            Hernández, como Carballido, emplea ciertos elementos de la realidad social mexicana, pero su elaboración de ellos produce un teatro que básicamente no es realista. El primer ciclo de producciones temprana consistía en Agonía (1951), Aguardiente de caña (1951), Los sordomudos (1953) y Botica modelo (1954). Hay que ver Agonía como un aprendizaje en las formas teatrales, las cuales todavía no manipula con éxito total. Botica modelo, que versa sobre problemas sociales en un pueblo, también muestra algunos problemas técnicos que encontraba la joven autora.

            Los frutos caídos (1955) representa el primer drama profesionalmente logrado de Hernández. Trata de las inmensas dificultades de la vida y de las relaciones humanas auténticas dentro del contorno de la vida burguesa. Los personajes viven aisladamente y no son capaces de superar las barreras sociales que impiden la verdadera comunicación. Hernández presenta un mundo pesimista; la actividad humana es vacía e inútil.

            Los huéspedes reales (1957) y Los duendes (1960) también versan sobre problemas de las relaciones humanas. El tema de Los huéspedes reales es el incesto, y Hernández muestra ahora su capacidad refinada para la construcción dramática dentro de las formas tradicionales. En Los duendes el espectador atestigua la disolución de las relaciones entre los miembros de una familia. Además de la falta de comunicación, la ausencia total de confianza entre los personajes crea barreras sólidas. La resolución que da Hernández a estos problemas no es de nuestro mundo real, sino de la invención fantástica, como lo implica el título.

            Hernández exhibe su compromiso como escritora con una serie de tres obras que vinieron después: La paz ficticia (1960), La historia de un anillo (1961) y La fiesta del mulato (1966). Ataca los poderes políticos y eclesiásticos que explotan a los pobres en México. En La paz ficticia se trata del problema indio visto dentro del contexto histórico del régimen de Porfirio Díaz (diap. 49) (fines del siglo pasado y principios de éste). Se ve cómo el indio pierde injustamente sus tierras en esta denuncia, por parte de Hernández, de los blancos y de la política de Díaz. La historia de un anillo no es un caso tan común de la explotación del hombre por el hombre: un acalde y un cura esconden la existencia de una constitución de los habitantes del pueblo, aprovechándose así de sus poderes autocráticos. La fiesta del mulato trata del problema racial en México. Con ésta Hernández afirma su fe en el futuro de un México heterogéneo y armónico. Desde su tratamiento de las relaciones hasta sus denuncias sociales que vienen después, Hernández es una dramaturga hábil con las formas artísticas y de visión amplia. Otros dramaturgos mexicanos de la época contemporánea son Vicente Leñero, autor de Pueblo rechazado (1969) y Los albañiles (1969), Maruxa Vilalta, Elena Garro y Sergio Magaña.

            El teatro cubano contemporáneo tiene antecedentes que datan de los años veinte cuando Luis A. Baralt fundó el Teatro La Cueva en 1928. Aunque no de tanto impacto como los movimientos de vanguardia en México y Argentina durante esa época, al menos el Teatro La Cueva contribuyó a la divulgación de obras universales. Más tarde se fundan el Centro Prometeo (1947) y el Teatro Popular (1943). Los dramaturgos contemporáneos más importantes son José Triana, Abelardo Estorino y Antón Arrufat. Dos obras representativas del teatro de José Triana son La noche de los asesinos (1966) y El mayor general hablará de teogonía (1960). El escenario de La noche de los asesinos es un sótano en que tres hermanos, dos mujeres y un varón, llevan a cabo una serie de actos rituales. Representan, por ejemplo, los papeles de sus padres y los matan grotesca y sangrientamente. Casi todos estos supuestos juegos son crueles y sádicos. Al mismo tiempo que estos actos son «juegos», son expresión de una parte que Triana (y Artaud) consideran fundamental de la naturaleza humana: la crueldad. El mayor general hablará de teogonía también contiene cierto elemento de rito, pero esta vez la crueldad se expresa más a nivel sicológico que físico. Los tres personajes son un matrimonio y la hermana de la mujer. Se dejan dominar, inexplicablemente, por la figura del general. Su rito consiste en una parodia de una misa católica. Aunque no tan físicamente repugnante como La noche de los asesinos, ofrece una visión sumamente pesimista y hasta deprimente de la naturaleza humana. Otras creaciones de Triana son Medea en el espejo (1960), El Parque de la Fraternidad (1962) y La muerte del Ñeque (1963).

            Abelardo Estorino es más realista. Su obra más importante, El robo del cochino (1961), es de crítica social. El conflicto central está entre la vieja tradición y los nuevos ideales revolucionarios, un conflicto que ocurre después de la Revolución Cubana (diap. 50) (1959). Por un lado, ciertos elementos de la sociedad temen los cambios necesarios para la revolución; por el otro, los intelectuales y la juventud manifiestan una conciencia política. El conflicto a nivel de la acción gira alrededor del robo de un cochino: un trabajador es acusado del robo por el hecho de haber ayudado a un revolucionario herido. El obrero trabaja para una familia acomodada que tiene un hijo dedicado a la causa revolucionaria. Cuando el acusado es muerto por la policía, el hijo idealista toma la decisión de afiliarse a los revolucionarios y va a la Sierra Maestra. Es una afirmación de la revolución y una crítica al sistema que precedió al gobierno revolucionario en Cuba.

            Antón Arrufat ha creado un teatro menos realista: el espectador relaciona sus creaciones más con lo que ve en el teatro del absurdo o la tradición del bufo cubano que con la obra social de un dramaturgo como Estorino. El bujo es el teatro breve que tiene las mismas raíces populares que el sainete orillero en Buenos Aires. La repetición (1963), como sugiere el título, dramatiza la repetición insignificante que puede ser la vida. Aun cuando ocurren unos actos aparentemente significativos, al final Arrufat desnuda lo vacío de ellos. Los actores llevan máscaras para comunicar visualmente esta idea. Si la mera repetición de actos absurdos de sentido a la vida como juego, en La zona cero (1958) el drama es, en efecto, un juego: los personajes se dedican a la canasta durante la mayor parte de la obra. Las otras obras de Arrufat son El caso se investiga (1957), El vivo al pollo (1961), El último tren (1963), Todos los domingos (1965) y Los siete contra Tebas (1968). Otros dramaturgos cubanos de la época contemporánea son Virgilio Piñera, Matías Montes Huidobro y Héctor Quintero.

            El teatro venezolano contemporáneo está encabezado por Isaac Chocrón, autor de una serie de obras que estudian a fondo las relaciones humanas. A veces se trata de las relaciones entre los sexos, como en OK (1969) y Amoroso (1961). Otras obras son más amplias en lo que se refiere a la temática: Animales feroces trata de las relaciones entre los miembros de una familia, y Asia y Lejano Oriente (1966) también tiene implicaciones universales.

            Los otros venezolanos de la época actual tienden a interesarse más en problemas sociales. César Rengifo, por ejemplo, es directamente político en su tratamiento de los problemas sociales que causa la riqueza petrolera de Venezuela. Otras dos de esta índole son El vendaval amarillo (1959) y Las torres y el viento (1970). Rengifo tiene además una serie de producciones históricas. Las creaciones de Román Chalband también son netamente políticas y tal vez aun más marcadamente que las de Rengifo. Obras como Muros horizontales (1953), Caín adolescente (1955) y Los ángeles terribles (1967) versan sobre los problemas de los campesinos y los pobres en Venezuela. De los otros dramaturgos venezolanos, hay que destacar al novelista Arturo Uslar Pietri, Alejandro Lasser y, entre los jóvenes, José Gabriel Núñez, José Ignacio Cabrujas, Lucía Quintero, Gilberto Pinto, Gilberto Agüero y Luis Britto García.

            El teatro puertorriqueño no ha gozado de una larga tradición durante el siglo veinte. El crítico Frank Dauster indica que no es sino hasta el año 1938 que los puertorriqueños se dedican seriamente al fomento del teatro profesional en mayor escala. En ese entonces las preocupaciones relacionadas con la identidad bi-cultural de la isla naturalmente conducían a la expresión dramática de esta problemática nacional. Emiliano Belaval fundó en 1940 el grupo Areytano, dos años después de la fundación del Ateneo de Puerto Rico. Durante esos años se estrenaban obras que ponían en tela de juicio la naturaleza de la identidad nacional y la realidad nacional misma. Los dramaturgos más destacables del teatro contemporáneo en Puerto Rico son Francisco Arriví y René Marqués. La obra más importante de Arriví, Vejigantes (1958) (diaps. 51 y 52), gira alrededor de las relaciones entre algunas mujeres (diap. 53). Al mismo tiempo contiene un importantísimo elemento diacrónico: se fuerza al espectador a relacionar su circunstancia del presente con su pasado y antepasados (diap. 54). Arriví es el autor de otras varias obras de interés, todas ellas bien estructuradas y controladas desde el punto de vista técnico.

            La primera obra de impacto de René Marqués fue Los soles truncos (1958) (diap. 55), un verdadero clásico del teatro hispanoamericano contemporáneo. Tres mujeres viven aisladas en una casa, y esta insistencia en la soledad se debe a su miedo obsesionante de todo lo que representa la modernidad (diap. 56). Prefieren vivir en el mundo imaginario del pasado y de las viejas costumbres. Además del control nítido de la estructura y de ciertos detalles sutiles en el diálogo, el empleo magistral de las luces hace de esta obra una experiencia bien lograda como teatro total. El logro de La muerte no entrará en palacio es más discutible. Emplea un marco clásico como punto de partida (los personajes centrales se llaman Tiresias y Casandra), y dentro de ese esqueleto plantea problemas políticos estrechamente ligados con el Puerto Rico de hoy. Desgraciadamente, no contiene las sutilezas de Los soles truncos: el ya trillado asunto de la elección es demasiado obvio, como lo son las acotaciones en que el autor explica su mensaje y sus símbolos. El apartamento (1964) (diap. 57) está más dentro de la línea del absurdo que caracteriza otra parte de la producción teatral de Marqués. La acción ocurre en un apartamento extremadamente moderno, frío, impersonal, deprimente en su monótona nitidez y eficacia. Dentro de ese ambiente, Marqués construye así su denominada «encerrona en dos actos» en el cual los dos personajes sufren el «juego» de un mundo absurdo. Marqués cuestiona, como lo hacen todos los absurdistas, los logros del hombre moderno a través de la razón pura. Varios críticos han observado, sin embargo, que no es del todo negativo: Marqués afirma que el hombre puede superar esa circunstancia—liberarse del apartamento—si es consciente de sí mismo y de la realidad total de su ser. Otros dramas de Marqués son La carreta, La casa sin reloj (1961), Carnaval adentro carnaval afuera (1963), Mariana o el alba (1965) y Sacrificio en el Monte Moriah (1970). El otro dramaturgo de importancia en el teatro puertorriqueño contemporáneo, el joven Luis Rafael Sánchez, estrenó una serie de obras durante la década de los sesenta.

            Aunque ha habido bastante actividad en Uruguay a partir de la Segunda Guerra Mundial, el único dramaturgo uruguayo de interés es Carlos Maggi. Su obra más lograda, El patio de la Torcaza (1967), comparte con su obra total una visión a la vez humorística y crítica de la realidad nacional. Aunque el elemento humorístico en sus dramas tiene sus raíces en la tradición del sainete en el Río de la Plata, es también siempre muy propio de Maggi: suele combinar algo cómico, algo de farsa y un elemento de amargura. Otras obras de Maggi son La trastienda (1958), La biblioteca (1959), La noche de los ángeles inciertos (1960), El pianista y el amor (1965) y Noticias de la aventura del hombre (1966). Los contemporáneos uruguayos de Maggi son Mario Benedetti, Mauricio Rosencof e Híber Conteris.

            Para poner fin a nuestras observaciones panorámicas sobre el teatro hispanoamericano contemporáneo nos queda la Argentina, completando así un ciclo que comenzó precisamente en el Río de la Plata con Florencio Sánchez y el surgimiento del teatro hispanoamericano del siglo veinte. Es tal vez apropiado, entonces, que el teatro argentino contemporáneo ofrezca tan rica variedad de dramaturgos de alta calidad. Los dramaturgos de primera línea son Carlos Gorostiza, Agustín Cuzzani, Griselda Gámbaro y Osvaldo Dragún.

            Carlos Gorostiza (diap. 58) crea la obra clave que marca el principio del movimiento contemporáneo con El puente (1949). La realidad fluctuante que interesa al dramaturgo en esta obra—ofreciendo distintas perspectivas sobre una sola realidad—la liga directamente con el trabajo de los vanguardistas de los años veinte y treinta. Las dos realidades básicas que ve el espectador son la de la alta burguesía en Buenos Aires y la de la clase obrera. Cuando un ingeniero (que pertenece a aquélla) y su asistente (que pertenecen a ésta) mueren en un accidente durante la construcción de un puente, hay una fusión negra de las dos realidades. Al final de la obra se nota el efecto de las muertes sobre las familias. Gorostiza produce un efecto muy particular cuando se devuelve, equívocamente, el cadáver del ingeniero a la familia del obrero y viceversa. El crítico Merlin Forster ha notado dos problemas básicos a lo largo de la carrera teatral de Gorostiza: (1) las relaciones humanas son difíciles y a menudo producen el aislamiento en vez de la armonía y el amor; (2) la existencia exige a los personajes de Gorostiza una conciencia más aguda de sí mismos y de la necesidad de actuar a base de esa conciencia. Después de El puente, Gorostiza muestra estas preocupaciones en El fabricante de piolín (1950), Marta Ferrari (1954), El juicio (1954), El reloj de Baltasar, El pan de la locura (1958), Vivir aquí (1964), ¿A qué jugamos? (1968) y El lugar (1969).

            Sempronio (1962) es el drama más conocido de Agustín Cuzzani. Tiene algo de farsa, pero una vez que el espectador acepta la condición básica al principio, esta farsa tiene el poder de una crítica bien lograda. El punto de partida es el descubrimiento que hace el protagonista, Sempronio: lleva radioactividad en su cuerpo. Utiliza este don especial en forma benigna: genera electricidad para el uso de la comunidad. Se pone en movimiento el conflicto cuando la burocracia interviene, toma a Sempronio como propiedad de la nación y hasta planea usarlo para hacer bombas atómicas. Los planes no dan el resultado esperado, y Cuzzani comunica directamente, tal vez demasiado obviamente, su mensaje afirmativo y algo simplista: el amor es la solución para todo. Para que se cumplan las escrituras (1966) muestra más madurez intelectual de lo que representa algo tan ingenuo como Sempronio. Cuzzani también ha producido Una libra de carne (1954), El centroforward murió al amanecer (1955) y Los indios estaban cabreros (1958).

            La obra de Griselda Gámbaro tiende más hacia lo grotesco y el teatro de la crueldad (diap. 59). Lo físico que implica la crueldad recalca la importancia de ese aspecto en su obra; es otra dramaturga en la línea de Artaud. Como ha señalado Sandra Messinger Cypess, se comunica la esencia de su obra por medio de gestos, de movimiento y de sonido en vez de lo exclusivamente verbal. En El campo, por ejemplo, el protagonista Martín sufre la crueldad a que lo someten en un campo nunca definido, pero que tiene aspecto de campo de concentración. Martín oye, por ejemplo, los gritos de niños que aparentemente son torturados y más tarde es testigo de torturas. El efecto de la tortura y la opresión reduce a Martín a una persona apenas humana: al encontrarse «libre» en el segundo acto ha perdido su capacidad de vivir la vida normal que llevaba antes de esta experiencia. Y lo que es más deprimente, en realidad sigue bajo la subyugación de los torturadores. Las otras obras de Gámbaro, también bastante bien logradas, son Las paredes (1963), Viejo matrimonio (1965), El desatino (1965) y Los siameses (1967).

            La amplitud de temas y las formas imaginativas e innovadoras presentes en la obra de Osvaldo Dragún (diap. 60) lo colocan a la vanguardia del teatro hispanoamericano actual. Va desde la reescritura de clásicos griegos hasta la creación de nuevas técnicas, distintas aun de lo que hacen sus contemporáneos. Ha creado también teatro de índole realista que versa sobre la realidad social.

            Las obras que más han llamado la atención a nivel internacional han sido las breves Historias para ser contadas. La muy entretenida Historia de cómo nuestro amigo Panchito Gónzalez se sintió responsable de la epidemia de peste bubónica en Africa del Sur trata de un hombre humilde y pobre, Panchito González. Dados sus graves problemas económicos, Panchito inventa un negocio de gran éxito económico: pone en latas carne de rata y la vende en Suráfrica como carne comestible. Los dueños de su compañía quedan bastante satisfechos con sus ganancias y la ciudad lo considera un héroe por haber resuelto el problema de las ratas en Buenos Aires. Cuando los burócratas de la empresa se enteran de la plaga bubónica que han sufrido los nativos de Suráfrica a causa del consumo de la carne, lo despiden inmediatamente. Además del humor y la imaginación fértil de Dragún, esta obra temprana contiene crítica social bien aguda

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            En la Historia de un flemón, una mujer y dos hombres, otro hombre pobre no tiene suficientes medios económicos para curarse de un flemón grave. Cuando por fin visita a un dentista, que se muestra completamente insensible ante su dolor, no recibe la cura esperada. Atrapado en un juego absurdo de viajes rápidos entre su trabajo y la oficina del dentista, al final se muere en un estado de decaimiento total. Como en la historia de Panchito González, vemos lo insignificante que es el hombre común y lo desesperado que puede estar ante un mundo indiferente.

            El hombre insignificante es reducido al estado de un animal en Historia del hombre que se convirtió en perro. Como el protagonista no encuentra absolutamente ningún empleo, acepta un puesto de perro guardián. Su reducción a lo animalesco es completa al final, cuando inclusive ladra y actúa como un perro. Es un caso humorístico, pero también trágico, de la condición humana en la sociedad moderna.

            Los personajes en Y nos dijeron que éramos inmortales han tenido ideales más elevados que los humildes de las Historias para ser contadas. El protagonista, Jorge, vuelve del servicio militar después de haber sufrido una herida ligera, pero su amigo Berto ha quedado permanentemente incapacitado y otro amigo murió. Además de los conflictos sicológicos que sufre Jorge, paulatinamente se va dando cuenta de la crisis que sufren todos: su problema personal es un problema general en la sociedad. Otra vez el ser humano no significa nada como individuo dentro de la sociedad indiferente. La obra total de Dragún, que dramatiza experta y profesionalmente problemas de la humanidad en general, lo coloca junto a figuras como Florencio Sánchez, Rodolfo Usigli, Roberto Arlt y Emilio Carballido como uno de los verdaderos grandes del teatro hispanoamericano del siglo veinte. Sus otras producciones incluyen La peste viene de Melos (1956), Los de la mesa diez (1956), Tupac Amaru (1957), El jardín del infierno (1959), Milagro en el mercado viejo (1963), Amoretta (1964), Heroica de Buenos Aires (1966) y El amasijo (1968).

            El proceso del teatro hispanoamericano del siglo veinte va desde los primeros intentos imitativos que caracterizaban el teatro del siglo pasado hasta la creación de una expresión artística auténtica. Ya a partir de la década de los setenta es legítimo referirse a una tradición hispanoamericana de teatro. Durante esta década, algunos grupos teatrales han inventado aun otra forma de trabajo, la «creación colectiva». Eliminando el papel de un solo dramaturgo o autor que escriba la obra, el grupo la crea y elabora colectivamente. El Teatro Experimental de Cali bajo la dirección de Enrique Buenaventura, por ejemplo, ha creado nuevas versiones—de creación colectiva—de En la diestra de Dios Padre. A mediados de la década de los setenta el grupo La Candelaria en Bogotá, bajo la dirección de Santiago García, creó una obra de sumo éxito por medio de la creación colectiva, Guadalupe, años sin cuenta. Un drama de este tipo representa un gran trabajo de investigación por parte de los miembros del grupo y una gran disciplina y dedicación profesional por parte del grupo en su conjunto. Este alto nivel de profesionalismo que exigen las creaciones colectivas es otro indicio de la vitalidad del teatro hispanoamericano actual.

           

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